sábado, 12 de enero de 2013

Y otra vez! el gusto por separarlo todo.

En nuestro afán como blog de compartir y divulgar opiniones e ideas que nos parecen interesantes, les dejamos la siguiente columna de publicada originalmente en www.ballotage.cl. está demás decir que he sido autorizado para pulicar esta entrada. Atte. @HijoDeLeviathan



The Fantastic Flying BooksNo cabe duda alguna: provechoso es, al momento de estudiar algo, descomponerlo para poder describirlo y analizarlo mejor; para poder dar cuenta con mayor exactitud de sus propiedades, características y atributos. Sin embargo –ya lo hemos comentado en otras oportunidades­–, también es muy riesgoso, sobre todo cuando, luego de diseccionar el objeto, no nos esforzamos por reconstruirlo cuidadosamente respetando, en la medida de lo posible, sus propios patrones originales; momento en que, dichos sea de paso, corremos el riesgo de terminar trabajando con un objeto, tema o materia muy diferente y distante de lo que habíamos considerado al comienzo. Pongo nuevamente el tema sobre la mesa –el tema del gusto por separar, disgregar y descontextualizarlo todo– a propósito de la enseñanza de ciertos contenidos literarios en la educación formal de nuestro país.

Que la literatura y su enseñanza quedan día a día relegadas a un segundo plano es una triste realidad. Que, cuando toca revisar estas materias dentro de la sala de clases se hace (la mayoría de las veces) desde una perspectiva completamente funcional y parcelada, también. No es novedad que se prefiera “describir” –y sólo describir– en vez de “interpretar” o “crear”, que el profesor prefiera “dictar” en vez de “dialogar”, y que los alumnos prefieran “acatar” en vez de “proponer”. Con sistemas de medición aplastantes (Simce y PSU) condicionando el ritmo del aprendizaje –llevándolo a cotas tan absurdas como vertiginosas–, resulta lógico no pensar más la sala de clases como el espacio físico del diálogo y las ideas, sino más bien como el espacio de la labor automatizada. Es decir, la sala de clases convertida en el espacio del aprendizaje gratuito, válido en sí mismo, desconectado de todo sentido y vinculación con la realidad: un aprendizaje enciclopédico sin otro espíritu que ser, como dijimos, funcional (a las calificaciones impuestas, a los sistemas de medición estandarizados, a los designios de una superestructura de poder, etcétera, etcétera, etcétera…).

En este contexto, se instalan múltiples teorías literarias sistematizadas con fines específicos y reducidas –la mayoría de las veces– a simples taxonomías: son, en su conjunto, un cúmulo de rótulos, de etiquetas que muchas veces se tornan insuficientes y en ocasiones hasta contradictorias entre sí cuando se llevan tan solo un nivel por sobre lo básico (cosa que, por lo demás, no importa mucho si consideramos que, en esta realidad, la relación entre profesor y alumno se basa única y exclusivamente en la mera transmisión de datos). Lo penoso de todo esto es que en función de este tipo de contenidos las posibilidades de la literatura –y de las actividades que pudieran surgir a partir de ella– se anulan casi por completo, puesto que la obra literaria se convierte en un mero pretexto y se termina abordando de un modo completamente artificioso y segregador: lo que puede haber “más allá” es, simplemente, irrelevante. Pongo un ejemplo concreto: los tipos de mundo literario.

Sin ánimo de dilatarme demasiado, bastará con decir que tradicionalmente se suelen clasificar los tipos de mundo literario (o sea, los tipos de mundos “ficticios”) en base a ciertos criterios. Uno de los más recurrentes es el que dice relación con el efecto de realidad que provocan en el lector, vale decir, si estos mundos, al ser presentados, producen un “efecto” en el lector (por ejemplo, una sensación de asombro). Así, se distinguen tres mundos posibles: el realista (regido por las leyes de nuestro propio mundo “real”), el fantástico (donde el estado “normal” de lo real se quiebra al introducirse un elemento que atenta contra dicho orden) y el maravilloso (donde se presentan como normales los elementos más alejados a nuestra realidad y que antes pertenecían al quiebre). En tales casos, el mundo fantástico es el mundo del asombro por excelencia. Sin embargo, quedan aquí muchas explicaciones pendientes.

Al margen de los resquicios teóricos que puedan quedar en el tintero en esta oportunidad, me conformaré con referir un par de cosas. Primero, es importante señalar que estas categorías se presentan de forma más o menos desvinculada, donde cada mundo es autónomo y no necesariamente se relacionan. Probablemente esto se debe a que el criterio que los rige es el de un efecto determinado, cuando sería más apropiado hablar aquí –según mi opinión– de un criterio de cercanía con nuestra realidad, donde nuestro mundo sería el punto de referencia más cercano (y, por lo tanto, el mundo realista el más cercano a nuestra realidad y el mundo maravilloso el más alejado de ella, aunque de todas formas vinculado). Segundo, que estos conceptos pierden gran potencial pedagógico cuando se consideran por separado: normalmente, se tiende a identificar ciertos escenarios posibles en cada uno de ellos, pero… ¿qué ocurre, por ejemplo, en algunos relatos de Cortázar, de Borges o de Juan Emar (por mencionar algunos)? ¿Existe en La noche boca arriba, La casa de Asterión o en El unicornio uno solo de estos mundos posibles? En ningún momento se hace alusión en la teoría acerca de, por ejemplo, la complementariedad de dichos mundos; tampoco se deja un espacio para poder considerar estos mundos como dimensiones o niveles de realidad. Al contrario, parece ser suficiente con que los profesores repliquen lo que está escrito en los manuales, por un lado, y que los alumnos apliquen las características de cada uno de ellos a alguna obra, por otro. Ni más ni menos. ¿Qué ocurre, sin embargo, cuando nos topamos con una obra como la primera entrega de Narnia?, ¿podemos establecer de forma única qué mundo es el que cobija estas historias? Pues yo creo no, en la medida en que estemos conscientes de que dentro de estas historias (como en las anteriormente citadas) existe una alternancia, un proceso, un estado de realidad que oscila entre un mundo y otro, entre un nivel y otro, y que se escapan inevitablemente a la rigidez del molde teórico en cuestión. ¿Qué es el ropero de Narnia sino la puerta de entrada, el vínculo mismo entre el estado cotidiano y el fantástico?, ¿acaso el ropero –y los niños que lo atraviesan– no se instala en el mismísimo quiebre, en el límite, en ese inter-espacio que no es ni cotidiano ni fantástico y que, no obstante, es también las dos cosas a la vez? Lo mismo con Harry Potter, lo mismo con Alicia en el país de las maravillas, lo mismo con un sinnúmero de novelas, cuentos y relatos que se utilizan como ejemplo para clasificaciones como ésta.

Que quede claro: utilizar como punto de partida estas etiquetas no es lo negativo. Lo verdaderamente negativo es quedarse en este nivel y sólo en este nivel; considerar este cúmulo de conocimientos como una gran lista que los alumnos deben memorizar (es decir, como un fin en sí mismo) y desperdiciar la oportunidad de asumirlo como un medio a través del cual se pueden conseguir otras cosas más valiosas como el desarrollo de una actitud analítica, crítica o estética (nuevamente, por mencionar algunas…). Y ojo, que hemos tomado, a modo de ilustración, tan solo una parte ínfima de todo el aparataje de análisis literario que suele utilizarse en colegios y liceos.

Sea la materia que sea, hacer la diferencia depende, en gran medida, de nosotros los profesores. Puede ser que los contenidos estén ya prefijados e insertos dentro de unidades y planificaciones preestablecidas con las características que revisamos en un comienzo (atomísticas, segregadas, inconexas); que nosotros mismos, de hecho, estemos inmersos día a día en una realidad escolar aplastante, poco motivante e igualmente incomunicada. Pero, como ya hemos visto, basta con que le demos una pequeña segunda vuelta a lo que enseñamos (preguntarnos por qué y para qué, por ejemplo), que vamos un poco más allá, que comencemos a otorgarle un sentido real a dichos saberes para que adquieran una nueva dimensión: integrar, unificar, relacionar incluso lo que en apariencia no tiene un mayor vínculo, y extrapolarlo a otros campos (de saber y de sentir) es un ejercicio que debemos realizar a diario si no queremos que el gusto por separarlo todo nos termine separando a nosotros también, poco a poco, de los alumnos y, lo que es más triste, de nosotros mismos.